Juan Calvino

Reformador religioso francés. Sus biógrafos dicen que de joven Calvino gozaba de la fama de gran pelmazo. Era muy ensimismado, muy religioso, trabajaba con ahínco y celos extraordinarios, echaba sermones a todos con serenidad. Al ganar un poder enorme aterrorizó a la ciudad de Ginebra, donde condenó a muerte a decenas, torturaba a centenares y exiliaba a miles de personas. Más que nada, odiaba a los jóvenes divertidos e indolentes que buscaban satisfacción en su vida (la iglesia sigue odiando a este tipo de gente). Los jóvenes también lo odiaban y nombraban a sus perros en su honor.
Calvino soñaba con limpiar la fe y la iglesia de todo aquello que no es requerido por la Biblia y Dios. Rechazó todo tipo de misticismo. También exigió dejar de adorar las reliquias de los santos, porque impugnaba su autenticidad (estamos completamente de acuerdo con él en este punto: existen tantos sudarios que serían necesarios mil Jesucristos crucificados). Creía en la predestinación: unas personas están predestinadas por Dios para ser salvadas, mientras que otras están condenadas a morir, sin importar el grado de su piedad o estilo de vida. Nada ayudará y ciertamente no se trata de ningún «libre albedrío». Estableció un estado puramente teocrático en Ginebra. Fue Voltaire quien describió mejor a Calvino, Lutero y Zuinglio: «…si abrieron las puertas de los conventos, no fue para que salieran los monjes, sino para convertir en conventos toda la sociedad humana».